Discurso Inauguración II Elact
Muchos años después, frente al pelotón de la cultura cartagenera, Francisco Marín habría de recordar el día en que alguien le pidió que organizara un congreso de escritores en Cartagena. Aquella lejana mañana de invierno en la que Antonio Parra, como si le hubiera llevado a conocer el hielo, le fue poniendo delante la posibilidad de cumplir un sueño largamente postergado.
Entonces, el germen del I ELACT tenía el frágil aspecto de un huevo de dinosaurio, y el Macondo que hoy empezamos a poblar de nuevo no era más que una antediluviana aldea que sobrevivía, a duras penas pero sobrevivía, en la mente siempre activa del patriarca Marín.
Llegaron las lluvias, y en menos de dos meses la estirpe de los elactianos empezó a crecer, gracias a la increíble, cándida y algo repostera Ana León, y al incansable Manuel Acosta, hombre cortado por un patrón arábigo que no anunciaba precisamente crónicas de muertes sino que portaba, al igual que hoy, la máquina de daguerrotipos, la misma que le fue robando el alma a todo el que se sentaba en una mesa redonda. La misma máquina con la que Ángela de la Llana sí salpimentaba sus crónicas periodísticas.
Y llegó un nuevo miembro, el coronel Francisco Gijón, que muchas veces se lamentaba porque nadie le escribiera, pero que siempre tenía una palabra para seguir alimentando el crecimiento del joven ELACT, hasta el punto de que ahora ha logrado situarlo en pleno universo digital. Y lo que no sabíamos era que Úrsula Iguarán había dejado una descendiente entre nosotros, Ana Fúster, que de forma callada pero firme y permanente alentaba a la joven aldea del encuentro para que siguiera y siguiera desarrollándose.
Llegaron también historiadores, poetas primaverales, contadores de cuentos y novelas, y cada uno dejó en la aldea un poso de sí mismo, el germen necesario para que nuestro Macondo creciera. Pedro Huertas, heredero del primer José Arcadio, o Juan Eladio Palmis, descendiente del gitano Melquíades, y un buen número de dignísimas mujeres de la estirpe de los Buendía: Eugenia Pérez, Sonia Saavedra, María Jesús Juan, Beatriz Plaza o Ana Ballabriga.
Hasta tal punto que incluso aparecieron los diecisiete hijos, no Aurelianos sino molinenses, que repiten visita también este año, y que se desplazaron en una migración sin límites un lejano sábado de abril, para sancionar con un ágape sin parangón, servido por Maese Obdulio, la supervivencia del ELACT en un universo cartagenero que le miraba más bien con escepticismo.
Del amor pasamos a los demonios, pero todo fue soportable, sobre todo al ver que antes de que hubiera pasado un año, el patriarca Marín de nuevo había sido capaz de orquestar un nuevo encuentro, el que hoy comienza, y las hojarascas pasaron de largo, porque no había funeral alguno que celebrar, sino alegrarnos por todo lo que había de venir, por todos los que habían de venir para ser acogidos por Inés Chamón, la mejor de las anfitrionas, que junto a Pepe nos abrió todas las puertas de la CAM.
Y han llegado todos estos jóvenes recién embarcados en el crucero sin fin del Bachillerato, y otros ya menos jóvenes que aspiran a ser maestros, y hasta los editores más atrevidos, autores independientes incluso de allende los océanos, y la estirpe indómita de los guionistas. Sin olvidarnos de la mamá grande de este evento, Rosa Huertas, que desde la distancia siempre conjura a los astros para protegernos.
Pero sobre todo han llegado lectores, cientos y cientos de lectores dispuestos a recordarnos que no debemos conformarnos con fabricar pececillos de plata, ni con mirar las peleas de gallos desde la talanquera, ni perdernos en oscuros laberintos, ni aguardar la visita del obispo como si nos fuera el destino en ello. Lectores que nos han enseñado a seguir caminando hasta que este Macondo rebase, como ya está ocurriendo, nuestras fronteras, y que nos recuerden que las estirpes apasionadas de la lectura estarán condenadas, dulcemente condenadas, a perpetuar las múltiples ediciones de este Encuentro Literario de Autores en Cartagena.
-Antonio Parra.-